Me siento debajo de la vid en ciernes.
El silencio habita el espacio de la hora dorada.
El sol se refleja discretamente en los edificios -en la cumbre de Los Andes, en mi jardín-, como si no quisiera interrumpir la paz de la tarde.
En el edificio contiguo una niña entona una canción navideña con un balbuceo infantil.
Sobre las altas palmeras pían zorzales nuevos.
Las palomas bajan a beber agua en el patio donde crecen poco a poco los duraznos, las plantas de tomates y las diminutas albahacas.
Mi clepia perfuma todo el lugar.
El tiempo detenido en un instante eterno e infrecuente vuelve a moverse en la bocina estridente de algún torpe conductor que circula por la calle despoblada.
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¡Mira, el invierno se ha ido,
y con él han cesado y se han ido las lluvias!
y con él han cesado y se han ido las lluvias!
Ya brotan flores en los campos;
¡el tiempo de la canción ha llegado!
Ya se escucha por toda nuestra tierra
el arrullo de las tórtolas.
La higuera ofrece ya sus primeros frutos,
y las viñas en ciernes esparcen su fragancia.
¡el tiempo de la canción ha llegado!
Ya se escucha por toda nuestra tierra
el arrullo de las tórtolas.
La higuera ofrece ya sus primeros frutos,
y las viñas en ciernes esparcen su fragancia.
Cantares 2:12-13 (NVI)
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