La primera opción, sin ninguna duda: los hijos. Cuando son pequeños exhiben sus “gracias” como si fuese un mérito personal. De mayores sus triunfos como alumnos o profesionales. “Mi hijo es médico”, se ufana una. Si son tarambanas “ay, cómo me hace sufrir”, se quejan.
El segundo tema, los nietos (si los hay). Lo encantadores, inteligentes y graciosos, para una abuela todo nieto es la octava maravilla del mundo (tal vez lo sean).
Por último, el marido. Si es bueno se apropian de el crédito, “gracias a mi es lo que es”. Si es un desastre, ay, mejor no encontrarse con una en las tardes de quejumbre.
Mi amiga Angie tiene 16 años. Somos hermanas de fe y colegas en la escuelita de la iglesia, ella hace clases a los pequeños, yo a los mayores. No habla de otros, ni de sus padres o sus hermanos. A veces nombra alguna amiga del cole, tangencialmente.
¿De qué hablamos ella y yo?
De sus sueños, de la belleza, de las profesiones, la creación, cuándo volverá Cristo, a veces compartimos recetas –le encanta cocinar-, libros, sí, hablamos de libros, de blogs, mucha música.
Definitivamente hay mujeres que procuran una vida en crecimiento. No sé si es mejor o peor poner el corazón en los hijos u otra familia. Un hijo se va del hogar. Los padres deciden el itinerario de los nietos. Los maridos pueden irse con otra –sucede a menudo-, el centro de la vida está en otra parte, definitivamente.
Eso.
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Porque donde esté tu tesoro,
allí estará también tu corazón.
Lo dijo Jesús en Mateo 6
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