Una fiesta total.
Aquel año -tal vez el 2005- me empeñé en memorizar el libro de Habacuc (aún no había Instagram, Twitter o WhatsApp).
Repetir, repetir, repetir hasta incrustar las palabras en la mente como propias.
Cierto día caminaba desde el trabajo, en el horizonte un sol mortecino de invierno, a mis espaldas la Cordillera de los Andes, nevada.
El aire frío y limpio enrojecía la nariz. Había llovido recién.
Repetía en voz alta una y otra vez las palabras:
“Dios vendrá de Temán,
Y el Santo desde el monte de Parán.
Su gloria cubrió los cielos,
Y la tierra se llenó de su alabanza.
Y el resplandor fue como la luz;
Rayos brillantes salían de su mano,
Y allí estaba escondido su poder.
Delante de su rostro iba mortandad,
Y a sus pies salían carbones encendidos.
Se levantó, y midió la tierra;
Miró, e hizo temblar las gentes;
Los montes antiguos fueron desmenuzados,
Los collados antiguos se humillaron.
Sus caminos son eternos.”
De pronto el tiempo se detuvo, quedé paralizada en medio de la vereda, me rodeó una planicie seca, unos montes pequeños bordeaban un valle desconocido, en medio de aquella soledad las palabras proféticas daban vueltas como un eco, un hombre de ropa raída repetía a gritos lo que yo decía, estaba solo en medio de la pradera desolada.No supe cuánto tiempo pasó. El hombre nunca miró hacia mi, solo decía las palabras de Habacuc.
Hasta hoy no puedo explicar qué fue ese momento.
En mi calle empezaba a oscurecer, una plenitud aplastante invadió el espacio, como si la totalidad de la vida estuviera concentrada en ese minuto.
Me sentí asombrada, liviana y feliz.
Quise llorar, no pude.