"De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido
a Quién prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida."
(Jorge Luis Borges, fragmento)
La mujer me extiende -amistosa- su oscura mano con un vaso de agua.
Hay en su gesto una bienvenida a la colectividad, la confianza ancestral que te da derecho para hablar, opinar, participar y –tal vez- hacer alguna tarea designada por los jefes de la tribu.
Yo, que he sido un pájaro –amiga de cuanta ave cruce el cielo-, me siento cohibida, la perspectiva de pertenecer me da escalofríos.
Pertenecer (un verbo que me cuesta conjugar), adquirir un lenguaje críptico, común a los de ese signo, vestir para no desentonar, obedecer leyes tácitas o escritas, de ningún modo traspasar los límites.
A cambio, pertenecer.
Una seguridad que el lugar dónde estás sentada no se moverá fácilmente, la certeza de compañía, consejo, confianza, palabras importantes en el “día malo” que a todos nos espera.
La soledad –dicen- no es una agradable compañía. Por cierto, esa es una verdad a medias.
Cuando estas solo no corres el riesgo de traiciones y la libertad es menos mítica, se disfruta el tiempo vagabundo, aunque siempre está la tentación de observar desde una orilla a la cofradía.
Aun así, aunque se demore, la pertenencia es ineludible, aun cuando te defiendas, llega el día que alguien o algo te pilla volando bajo y ¡hete ahí!, quedaste atrapado en la red.
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(Jesús les dijo)
"Ustedes no me eligieron a mí.
Más bien, yo los elegí a ustedes,
y los he puesto para que vayan y lleven fruto,
y su fruto permanezca;
para que todo lo que pidan al Padre en mi nombre,
él se lo conceda."
Evangelio de Juan 15:16
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