La paz de la ciudad da tregua a los oídos
cuando las cinco de la mañana se extienden
como una sábana limpia sobre la vereda.
Es la hora donde los semáforos parpadean para nadie,
las ventanas de los edificios cierran sus pestañas
y los caminantes osados,
los trabajadores de turno
o los insomnes, somos testigos de lo inusitado,
la calma.
El aire huele distinto
sin el humo de los buses,
sin la prisa
de mil conversaciones telefónicas
fusionadas en el ruido.
Los tacones han dejado
de golpear contra el cemento
y los perros callejeros duermen
bajo autos estacionados.
Es entonces cuando descubres
que la ciudad tiene una voz propia:
el murmullo de las cañerías,
el suspiro de las puertas automáticas
que se abren y cierran sin propósito.
Tendida esperando la luz del amanecer
respiro profundo y hablo
en una lenta oración
hasta que el primer bus
avanza por la avenida
y todo vuelve a comenzar.
*
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