El día que se decidió a conocer el mundo –ya frisaba los 40-, en el límite de la villa se bajó sofocada del bus, crisis de pánico con vómitos y todo.
Ana no conoció un cine.
Ni un museo.
Ni siquiera una plaza donde se enamoran los muchachos.
Nunca visitó el Mercado Central, el barrio Meiggs o la Quinta Normal.
Menos anduvo en Metro.
No supo qué color tiene el mar y o el olor de los bares clandestinos.
Las catedrales le fueron desconocidas y nunca viajó en tren, avión o barco.
No le interesaba ir a un Mall o al Persa Bío-Bío, delicia de coleccionistas y anticuarios.
Cuando la conocí no vi en ella nada anormal, era pacífica y risueña. No quería conocer nada del mundo más allá de su trozo de terreno donde era perfectamente feliz, criaba sus tres hijos, amasaba su pan, cultivaba todo tipo de hierbas y flores, cantaba en una pequeña capilla y sagradamente caminaba las tres cuadras con sus niños al colegio.
Según mi opinión su vida era incompleta.
Según ella, tenía todo lo que quería.
Y posiblemente -debo conceder-, el tiempo le ha dado la razón.
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"También vi que el que corre más rápido
no siempre gana la carrera;
el ejército más poderoso
no siempre gana la batalla;
el más sabio
no siempre consigue dejar de ser pobre;
el más astuto
no siempre consigue hacerse rico y
una persona educada
no siempre recibe la recompensa que merece.
Todos tienen sus buenos y malos tiempos.
Eclesiastés 9:11(PDT)
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(Fotografía del Cajón del Maipo)