Que vivir es una aventura, sí lo es desde el momento que pones el pie en la calle.
Un ciclista despistado puede embestir en plena vereda sin que su madre diga ni pío.
Y eso de cruzar las avenidas, vaya, hacerte de paciencia y buen ojo porque a un pestañeo del semáforo se te dejará caer un energúmeno al volante. lograrás cómo mínimo un ojo en tinta.
Y eso de ingresar al Banco de por sí es la aventura máxima.
Algo así como entrar a la Capilla Sixtina pero en feo.
El guardia, a veces dos -depende si es época de elecciones habrá más pitutos independientes-, te exhortará a hacer la fila, que tomes asiento donde puedas y guardes silencio total, de otra manera no oirás el llamado a ventanilla porque “estamos sin sistema” y la cajera tiene la voz bajita.
Siete viajes hube de transitar desde casa a la sucursal, pero me dije, a porfiada no me la ganarán.
Hoy logré cerrar la tarjeta Visa, un gasto innecesario del momento que la bloquearon por desuso.
Siete veces sacar número, hacer la fila, si lo cuento no me creen, mis amigas “¡cómo, ¿tanto?!”, así es les replico ante la perplejidad de sus ojos.
Siete mañanas de santa paciencia donde escuché las historias más inverosímiles, hasta llantos, malas palabras y gritos de impotencia, faltó solo presenciar un asalto, tan de moda por estos días.
Pero ¡aleluya!, la persistencia tiene su recompensa.
Hoy tengo en mi poder un plástico inocente que nadie podrá usar, incluyéndome.
Ningún fraude, ningún dinero botado al sistema, ningún cobro indebido, ninguna deuda, ningún trámite más.
Iré por la vida solo con el dinero de la gracia de Dios y si me dicen “solo recibimos pago con tarjeta” como suele suceder, hay mil alternativas que han regresado al primitivo pago con monedas locales.