No sé qué espero.
Vivo en este estado de expectación desde el día que el gobierno declaró “pandemia” en el país.
Fue un día del verano, veníamos de regreso de las olas y entramos a otras sin aviso previo.
Ahí fue donde nos confinaron.
Nos escondieron.
Mejor dicho, nos escondimos voluntariamente.
Y aquí estamos, esperando que alguien abra la puerta.
Que alguien nos avise “Salid, el peligro ha pasado”.
Vivimos en este estado liminal, un espacio común a todo el mundo entre lo que fuimos y lo que seremos. La liminalidad me mantiene en un período extraño, alerta, “shadowboxing” –dicen en inglés-, esperando cualquier cosa, una luz resplandeciente o la lluvia torrencial que inunde las veredas; la llamada equivocada de una desconocida o una voz estrepitosa del cielo; una carta de amor escrita a mano o la boleta trivial de aguas andinas; la respuesta a una oración o el coronavirus en la planta de los zapatos, todo puede suceder.
Me siento al borde de la cama en el silencio excepcional de un fin de semana largo, tengo esta anómala sensación de espacio vacío, sola en un gran espacio vacío.
Espero que alguien venga a rescatarme; espero expectante.
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Dios lo hizo todo hermoso
para el momento apropiado.
Él sembró la eternidad
en el corazón humano,
en el corazón humano,
pero aun así el ser humano
no puede comprender
todo el alcance
de lo que Dios ha hecho
todo el alcance
de lo que Dios ha hecho
desde el principio hasta el fin.
Eclesiastés 3:11 (NTV)
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