( Estación de Metro decorada con mosaicos, Puente Alto)
La vida a la salida del Metro bulle como bullía -guardando las proporciones- en los alrededores del estanque de Betesda.
Gente con hambre que busca –por el olor- algo de comida al paso.
Muchachos que salen de clases, ateridos pidiendo un café “bien calientito”.
Madres con niños comprando una sopaipilla con mostaza o padres que llevan alguna golosina a sus retoños que esperan en casa.
Todo es rápido, queremos llegar al calor del hogar pronto.
Entre esos vendedores está Anita. Ofrece alfajores –pequeños dulces de galletas rellenas con manjar-, para ayudar con algún dinero a su madre y hermana pequeña.
Es emprendedora la Anita. Poderosa en carácter y temperamento. No hay frío que la detenga, protestas callejeras o garúa en ciernes. Verano, invierno, cada mañana, parece que la hubieran plantado en la vereda.
En su mano una caja primorosamente decorada exhibe su mercadería y la sonrisa ¡esa sí que es sonrisa!
Converso a veces con ella. Es un deleite su lenguaje, poco habitual en personas que se dedican a vender en la calle. Me cuenta que está terminando la carrera para ejercer de parvularia. Estudia por las noches. Pronto podrá dejar el negocio, tal vez en un año y dedicarse a la docencia, que claro, no es tan bien remunerada pero es más estable, con un contrato y buen horario.
Me cuenta de su madre que elabora los dulces, según ella “tiene mano de monja”.
Cada vez que bajo del Metro paso a desearle bendiciones.
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Entonces llegué a la
conclusión
de que no hay nada mejor que disfrutar de la comida y la
bebida,
y encontrar satisfacción en el trabajo.
Luego me di cuenta de
que esos placeres
provienen de la mano de Dios.
Eclesiastés 2:24 (NTV)
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