Ha llegado a nuestra casa un hombre mayor -alguna vez vivió aquí- con la hija de su hermano.
(Debería decir sobrina, pero la expresión "hija de su hermano" me genera un agrado particular al describir un parentescos).
Esta es la casa de mi infancia, le explica, mostrándole la icónica mesa de roble que aún permanece en la cocina, los detalles de fierro en las ventanas, el piso de madera que se conserva intacto.
Nos relata historias de su niñez, anécdotas con su hermano que ha fallecido hace poco tiempo, entrañables recuerdos afloran en su voz que de pronto tiende a quebrarse.
Este hombre de casi dos metros, que se erige como conferencista internacional en diversos países frente a notables auditorios de sagaces intelectuales, de pronto se ha transformado en un niño de diez años sentado -junto a su hermano- en la cocina, mientras su madre prepara mermeladas y ellos aspiran el aroma de la fruta que hierve lentamente.
Se podría escribir un libro con las historias de los habitantes de esta casa (en realidad, de cualquier casa).
Tal vez para eso es imprescindible el don de escribir, mantener vivos dentro de nosotros los que ya no están pero que seguimos amando con la misma intensidad de esos tiempos.
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Hay quienes se quejan de que
«todo tiempo pasado fue mejor».
Pero esas quejas no demuestran
mucha sabiduría.
Eclesiastés 7:10
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