Desayuno una limonada tibia previa a la leche de cuáker (decir leche es un eufemismo, debería decir un agua de cuáker) y me acuerdo de ti, de tu risa con margaritas y las manos al aire despidiéndose.
Porque debo recordarte cada día, si no lo hago el corazón se haría trizas. No una vez, incontables veces esbozo tu forma de caminar, los balbuceos de tus pocos meses, los ojos redondos descubriendo el mundo, lo que te espera en cada día de aventuras.
Pienso con cierta nostalgia en las épocas que no alcanzaré a vivir para mostrarte cómo es la Cordillera de los Andes, el sonido perenne del mar y las altas araucarias en las montañas del sur.
Te recuerdo porque no sé si volveremos a pisar juntos las playas infestadas de algas moribundas cuando aprendas a caminar erguido, te recuerdo para retardar la muerte que me aguarda a la vuelta de cualquier día, en algún paso de cebra o un cruce de semáforo en mal estado y un automovilista embriagado se salte todas las leyes.
Cuido con esmero la salud para volver a verte. No deseo que un pequeño e invisible virus nos niegue la ocasión de reír juntos en tu primer cumpleaños, porque has de saber que sí, que ahora cuento los días para hacer una fiesta en tu honor.
Todo niño debería ser celebrado, nunca sabes si estás educando un presidente de la nación, un misionero a la Cochinchina, un gran músico que deleite los oídos de millares –o como la madre- un fervoroso predicador de la Palabra.
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Jesús los llamó diciendo:
“Dejen a los niños venir a mí
y no les impidan
porque de los tales es el reino de Dios.
Lucas 18:16
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