“Ha terminado el verano,
no sin antes marchitar con sus manos polvorientas a los girasoles,
no sin antes resecar los cardos que crecen junto a los rieles.”
Parecidos, sin duda por el inconfundible panorama de árboles desnudos, hojas en las veredas, escolares que repletan las calles con sus risas de abril, nada saben (ni sospechan estos estudiantes) la serie de lágrimas y alegrías que les aguardan al fin del año cuando deban presentarse con sus notas para aprobar el curso. Como dice una amiga “al llegar a esa orilla veremos cómo cruzamos ese río”, hoy es solo reír.
Ningún otoño viene con las mismas maravillas.
Este de ahora ha llegado con un viento tibio-helado -bastante bipolar- que se desliza entre las piernas, pobres las mujeres que usan faldas, más de un apuro han pasado. El pícaro airecillo juega con el ruedo hasta alturas incómodas dejando entrever coquetas intimidades.
No son los árboles los que definen el paisaje otoñal.
Ni las calles.
Ni el tráfico permanente que regresa con los veraneantes.
El tiempo está definido por su avance inevitable en el mapa de la piel.
Sí, no soy la misma de otros otoños, unas pequeñas arrugas se agregan al paisaje facial, pensamientos intuitivos y constantes, un apremiante deseo en la búsqueda de Dios, interrogantes que esperan respuesta.
Definitivamente este otoño trae una tarea renovada en la oración.
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Dios
hizo todo hermoso en su momento,
y puso en la mente humana el sentido
del tiempo,
aun cuando el hombre
no alcanza a comprender la obra que
Dios realiza de principio a fin.
Eclesiastés 3:11 (NBAD)
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(Vista de otoño en Alameda-Santiago, Chile)