lunes, 4 de octubre de 2010

El funeral.

Los pobres mueren, al igual que los ricos. 
De eso qué duda cabe.
Un accidente, una enfermedad, un minuto inesperado

¿Manda la muerte carta de aviso como los cobradores de deudas atrasadas? 
¿Nos llega un mensaje de texto al celular o un correo electrónico para advertirnos?

Tal vez haya muchas señales previas que no sabemos decodificar, inmersos en la vida que nos atrapa, tal vez no envía señal alguna y lo que tomamos por avisos son simples momentos cotidianos que, con lo  supersticiosos  que somos, los juntamos y armamos una premonición.

En este caso nadie le dio el aviso.
Salió ese día –como siempre- dándole un beso de despedida a su hija y otro a su mujer. Pasó por el departamento   de su madre y con la alegría de todas las mañanas levantó la mano y le gritó desde abajo el saludo acostumbrado.
Por la tarde ya no respiraba. Rápido, limpio  y letal el bus de la muerte hizo su trabajo a la perfección.

Hoy concurrimos  a su funeral.
Entierro de pueblo, caminamos detrás de la carroza, en cada esquina había aplausos y llantos. Nos acompañó un sol tibio de atardecer, triste. Los amigos regaban la urna con cerveza, a modo de ceremonial, gritaban consignas y se lamentaban.

La madre estaba como loca, pedía justicia a un cielo ceniciento, cielo de  última hora. Que la dejaran sola, rogaba, desgarrada entera. Ninguna mujer espera enterrar el hijo de sus entrañas, menos aún si está en la flor de la vida. Recordé unos versos del poeta Rilke: “Cuando nos creemos en el corazón de la vida, se atreve (la muerte), de pronto, a llorar en nosotros”.



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“… está establecido que
los seres humanos mueran una sola vez,
y después venga el juicio.”

Hebreos 7:27
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(Pintura obra de Ellis Wilson) 

 


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