La madre está postrada, resignada a su enfermedad y
encierro. Voy a visitarla en un acto de hermandad por las fiestas. Como
ella no podrá asistir a los servicios de nuestra Comunidad le llevo un saludo y
una bendición de los hermanos.
Mientras conversamos ingresa su hija que ha venido a
visitarla, ambas sonríen felices. Pasa el tiempo y de pronto algo sucede en el
ambiente, un imperceptible sentimiento de incomodidad me atraviesa. La hija me
susurra, “no puedo perdonarla”. Es un instante extraño, me siento rara con esa
confidencia sin saber de qué está hablando. “A mi madre –dice- no logro
perdonarla”.
Tenemos un momento de oración, luego me despido. La joven
me acompaña a la puerta, conversamos del
rencor que corroe sus huesos. Su ira contra una infancia maltratada, sus
recuerdos insanos, las sombras que no logra disipar.
¿Qué hay en el corazón tan poderoso que no se puede
perdonar ni a la propia madre?
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Entonces
se le acercó Pedro y le dijo:
Señor,
si mi hermano peca contra mí,
¿cuántas
veces debo perdonarlo?
¿Hasta
siete veces?
Mateo 18:21
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(La fotografía, obra de Thomas Kinkade)
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