Un bus ha chocado con el poste frente a nuestra casa y ha dejado la cablería por el suelo.
Se necesitaron dos minutos y un chofer inexperto para que la modernidad quedara ahí en la vereda, a vista de todos, con serio peligro para peatones.
Internet, congeladoras, radios, tv, hornos, freídoras, ollas, calentadores, etc., paralizados.
Mis vecinas pizzeras salen a fumar a la vereda observando el desastre; el asador de pollos aprovecha de limpiar su horno y yo me doy un recreo con un café de higos, mi nuevo descubrimiento.
Al atardecer enciendo un par de velas hasta que la compañía repare el poste destruido.
Larga faena.
Gritos de hombres que trabajan en plena concentración; la testosterona lucha contra el tiempo y la ley de gravedad para erguir el nuevo poste, cambiar la cablería y todo el alboroto que significa.
A la luz de las velas escribo en un cuaderno a mano.
Me siento cual Balzac -guardando las distancias, obviamente-, quien gustaba escribir muy entrada la noche.
Cumplidos los protocolos y junto a los aplausos del barrio, el poste se yergue con orgullo.
Nunca habíamos apreciado tanto algo tan trivial y cotidiano, disfrutar de la luz eléctrica en casa.
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Y sabemos que a los que aman a Dios,
todas las cosas les ayudan a bien
Romanos 8:28
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