Ella obedecía, a veces hablaba en un idioma ininteligible, como si dudara entre acercarse con afecto o lanzar algún zarpazo, resabio de su vida callejera.
La alegría de tenerla en casa superaba el descubrimiento de una que otra mirada siniestra.
Todo iba bien hasta que llegó a mi cocina con un zorzal colgando de su boca.
La perdoné regañándola severamente. Salió farfullando algo que no logré comprender, por cierto, no fue nada amable.
Al día siguiente mató una paloma que se descuidó. La trajo a modo de presente. La sangre corrió en un hilo delgado por las baldosas recién pulidas. No fue suficiente mi rechazo, ni los gritos, ni los enojos.
El instinto asesino jamás ha disminuido, ni con cariño, ni reprimendas o amenazas.
Tiemblo cuando alguna tórtola baja al jardín, me estremezco al observar los zorzales, confiados en su vuelo de altura, pero bastará un descuido y terminarán tiesos.
Es terrible esta disyuntiva.
Matarla no puedo.
Desterrarla tampoco
¿Qué sería de ella cuando sufrió tanto botada en la calle?
Es gata, me digo, quizás con el tiempo logre domesticarla.
Mientras eso sucede cuido que no le falte alimento, ahuyento las palomas o los zorzales cuando los veo cerca...
Somos parte de una naturaleza voraz, aunque el metal o el cemento trata de cubrirla con enormes edificios, nace y renace entre las raíces, entre los dientes, en el corazón.
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Dios hizo toda clase de
animales salvajes,
animales domésticos
y animales pequeños;
cada uno con
la capacidad de producir crías de la misma especie.
Y Dios vio que esto
era bueno.
Génesis 1:25
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(Fotografía de F.S)
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