Cuando conocí a Miguel ya su gota (*) era irreversible. Ningún tratamiento pudo recuperar un cuerpo entregado a un pasado de buena mesa, excesos varios y vida sedentaria. Entre sus dolores le oía cantar y escuchaba con atención sus consejos.
Un día me dijo, “limpia tu cuerpo con limón, hazlo ahora que estás a tiempo, no esperes que tu cuerpo se intoxique”.
Sí, claro, yo sabía que el limón tiene vitamina C, que no era bueno para los dientes y mis amigas decían que si te ponías una gota en los ojos (cosa que nunca hice por una cuestión de sentido común) cambiarían de color, de café a verdes o azules. Leyenda campesina, por cierto.
Miguel murió alabando a Dios, a pesar de sus continuas molestias y largas noches de insomnio.
Un día probé su consejo y empecé una “cura de limón”, por cierto, con un poco de cuidado y sentido común. Poco a poco he abandonado las carnes rojas y he tratado de recordar los buenos consejos de mi amigo cuando, por muchas tardes me contaba, una a una, las múltiples aventuras de su vida (según él) “mundana” y lamentaba esa pérdida de tiempo y recursos.
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Alaba, alma mía, al Señor;
alabe todo mi ser su santo nombre.
Alaba, alma mía, al Señor,
y no olvides ninguno de sus beneficios.
Él perdona todos tus pecados
y sana todas tus dolencias;
él rescata tu vida del sepulcro
y te cubre de amor y compasión;
él colma de bienes tu vida
y te rejuvenece como a las águilas.
alabe todo mi ser su santo nombre.
Alaba, alma mía, al Señor,
y no olvides ninguno de sus beneficios.
Él perdona todos tus pecados
y sana todas tus dolencias;
él rescata tu vida del sepulcro
y te cubre de amor y compasión;
él colma de bienes tu vida
y te rejuvenece como a las águilas.
Salmos 103:1-5
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