viernes, 19 de junio de 2015

Música pentecostal.

Llegan con sus mandolinas, un banyo y una guitarra.
Cinco mujeres y un hombre.
Es extraño, son chicas modernas, cibernautas, chatean y tienen facebook, visten pantalones, gorros bolivianos, usan aros brillantes y se hacen trencitas y mechas californianas en la cabeza.
Sin embargo cuando empiezan a rasguear los instrumentos adquieren ese aire pentecostal que me cuesta describir, entre respetuoso y antiguo, entre místico y alegre, la cara cambia de expresión, se concentran como si el Espíritu estuviera soplándoles al interior una melodía que solo ellas escuchan.

La música evangélica es variada, ecléctica, todos los estilos, desde himnos luteranos hasta el notable hip-hop que algunos interpretan en buses del Transantiago o en espectáculos callejeros. La música pentecostal es inconfundible, sentimental y rítmica. Apegada a una tradición de cuerdas y tonos menores. Generalmente lleva al auditor a la emoción y a veces hasta las lágrimas, enraizada en lo más profundo de las iglesias sureñas autóctonas, sufridas en la esperanza de un mejor acontecer.
La música pentecostal cala directo al corazón.

Tal vez porque ser pentecostal es un sentimiento, una certeza de pertenecer, la canción ahuyenta las tristezas y te da fuerzas para vivir.
Algunos sostienen que no existe algo como “música cristiana” y les encuentro bastante razón. Pero si me preguntan por la  música pentecostal, respondería que sí, que la hay y es diferente, tal vez única en su género, como lo es el gospel, el jazz o la cumbia.
Amo la música con toda clase de instrumentos, de cualquier época, de todo país, todos los estilos ¿tú también?


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¡Alabado sea el Señor al son de trompetas!
¡Alabado sea el Señor con salterio y arpa! 
 ¡Alabado sea al ritmo del pandero!
¡Alabado sea con flautas e instrumentos de cuerda!
¡Alabado sea con campanillas sonoras!
¡Alabado sea con campanillas jubilosas!
 ¡Que todo lo que respira alabe al Señor!
¡Aleluya!

Salmos 150: 3-6 (RVC)
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Una muestra aquí:



jueves, 18 de junio de 2015

Pecados financieros: derroche.

No puede conservar una moneda en el bolsillo. Literalmente.
Toda el sueldo lo usa en pocos días, el resto del mes pide prestado.
Como decimos en Chile “le debe a cada santo una vela”.
Gasta más de lo que gana.
Consume más de lo que ingresa.
Disfruta sin fijarse en cantidades.
Es inmoderada en las comidas, mano abierta en las propinas, derrochadora por excelencia.
Cualquier ingreso es poco.

¿Qué le hace falta a mi amiga Ja…?
Unas clases básicas de matemáticas, un cuaderno de entradas-salidas, una buena calculadora y un poco de sentido común.
A muchos nos ha pasado en la vida, nos fuimos de casa -donde no teníamos idea lo de pagar cuentas-, recibimos nuestro primer dinero y lo gastamos todo en un anillo de oro (eso hice yo, y me lo robaron al mes siguiente).
Otros se enfiestan hasta el desvanecimiento.
O se van de shopping y compran de un cuantuay con la excusa que “está de oferta”.

No es fácil aprender el manejo sabio del dinero.
Sea poco, sea mucho, la administración es una ciencia que se aprende pasando hambre y vergüenza (si no has estudiado concienzudamente), a menos que desees vivir endeudado per saecula saeculorum.


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 El que es inteligente obedece la ley; 
el que todo lo malgasta,
 llena de vergüenza a su padre. 


 Proverbios 28:7 

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lunes, 15 de junio de 2015

Pecados financieros: avaricia.

Quería tenerlo todo, mi amiga Beatriz.
Un gran automóvil, buena casa con piscina, un departamento en alguna playa top para rentar si alguna vez llegaba la vejez y la mejor jubilación. Joyas de oro, porque el papel se desvaloriza, me decía.
Trabajaba para eso.
Largas jornadas laborales, desde antes que saliera el sol hasta muy entrada la noche.

Su hermana contrajo matrimonio con un buen hombre que la amaba. Su patrimonio ascendía a dos hijas encantadores, una casa heredada de sus suegros, un perro fiel y una gata independiente.

Beatriz rara vez asistía a los cumpleaños de sus sobrinas a pesar de las insistentes invitaciones, rara vez llegaba con algún regalo.
Los fines de semana se encerraba en casa a trabajar en el PC, observar los movimientos de la Bolsa de Santiago y dedicarse a cuidar sus joyas, pinturas y antigüedades de alto valor.
El “único despilfarro” –según sus palabras- era comprar crema anti-age de buena marca. No usaba jabón porque resquebrajaba la piel y mantenía un control férreo sobre los gastos.

Con apenas 42 años le diagnosticaron un aneurisma cerebral que -sin aviso- le descontroló la vida, felizmente sin consecuencias fatales.
Hoy sus días transcurren entre los controles médicos, las sobrinas la han adoptado para turnarse atendiéndola con dedicación de Florence Nightingale y las tardes bucólicas en la casa de su hermana, alejada del "mundanal ruido". Lejos está aquel tiempo de codicia y desmedido amor por las riquezas.

La visito en ocasiones, aún tiene rasgos del antiguo hábito, ciertos tics que conservan las personas avaras, pero el amor y los cuidados familiares producen milagros.
Tal vez con el cariño constante de su hermana y el tiempo pueda ser dichosa más allá de las posesiones materiales que –por cierto- ayudan pero no son el único leitmotiv de una sana existencia.


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También les dijo: 
«Manténganse atentos 
y cuídense de toda avaricia, 
porque la vida del hombre no depende
 de los muchos bienes que posea.»


El Señor Jesús lo dijo en: Lucas 12:15

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viernes, 12 de junio de 2015

Pecados financieros: tacañería.

“Mano de guagua”, le decían.
Él alegaba que era ahorrativo, que la vida de pobreza es dura, que nadie te da una mano cuando caes en la indigencia.
Gran error.
La vida de pobreza no es más cruel que cualquiera de los males que aquejan la raza humana.

Es más sencillo soportar la necesidad económica que la falta de amor, la incredulidad, una enfermedad terminal en plena juventud, la consternación al perder un hijo, el abismo de la soledad, la perversidad de un enemigo.

Aquella historia del joven rico es tan vigente hoy como lo fue en otra época.
Y la orden de vivir dando no se ha derogado para este siglo, por el contario, sigue siendo una fuente de bendición para el donador.


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Que cada uno dé como propuso en su corazón, 
 no de mala gana ni por obligación, 
porque Dios ama al que da con alegría. 
Y Dios puede hacer que toda gracia abunde para ustedes, 
a fin de que teniendo siempre todo lo suficiente en todas las cosas, 
abunden para toda buena obra. 

2 Corintios 9:7-9



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(Fotografía de  Noel Feans)

miércoles, 10 de junio de 2015

Pecados financieros: usura.

Me prestó dinero.
En aquella época mis finanzas estaban en el suelo.
Quebrada, es la palabra.

Fui a su oficina, tenía una próspera fábrica de bolsas de papel…y facilitaba efectivo.
Al 20 % mensual.
La tasa legal era máximo 5 %.

Tomé el préstamo apretando los dientes. Comer era más urgente que los escrúpulos.
Caminé de regreso a casa bajo un tenue sol de otoño y oré mirando al cielo, creyendo que detrás de ese color desvaído, Dios tendría misericordia de mi calamitosa administración.
Lloré en plena calle con desesperanza.

La usura me robó un par de años.
Terminé de pagar mis deudas con la ayuda del Señor, grandes esfuerzos, muchas oraciones y una noche en el hospital de urgencias con un patatús nervioso que casi me exporta al otro mundo.

Parte de mi capital intangible es saber que jamás cobraré un % a quien le preste, porque ahora -después de la crisis- Dios me ha dado para hacerlo.


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 Quien su dinero no dio a usura,
Ni contra el inocente admitió cohecho.
El que hace estas cosas, no resbalará jamás.


Salmos 15:5


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(Pintura de Quentin Massys, el cambista y su mujer)




lunes, 8 de junio de 2015

Ebrios (4)

Dicen –no me consta- que los ebrios tienen una larga vida. Si alguien no los agrede en algún bar y los manda al más allá, obviamente. Porque si hemos de concordar es que los curados son porfiados, a veces muy violentos y algunos bastante groseros pues pierden parámetros de conducta y las inhibiciones propias del comportamiento social.

Pedro era joven, tal vez unos 35 años, padre de una bebé, trabajador y buen marido.
Hasta que llegaba el viernes.
Especialmente el viernes de paga.
Ahí se olvidaba de todo, solo quedaba delante de sus ojos la mesa con los amigos, las copas y las risas.
Hasta muy entrada la noche regresaba a casa como podía.
Aquella ocasión descendió del bus, la instabilidad del cuerpo lo hizo caer con tan mala fortuna que una de las ruedas le tomó la pierna dejándosela atrofiada para siempre. Los intentos del chofer que rápido lo llevó a los primeros auxilios fueron inútiles, la operación duró algunas horas, la convalecencia unos meses y la invalidez hasta hoy.
Camina con dificultad.
Una muleta a cada lado, sin prótesis que le ayude. Su mujer me cuenta que jamás ha vuelto a beber.



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 No se embriaguen con vino porque eso les arruinará la vida.
En cambio, sean llenos del Espíritu Santo, 
eviten las canciones de taberna, 
alaben a Dios con himnos y canciones del espíritu.



Efesios 5:18-19 (Paráfrasis)


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viernes, 5 de junio de 2015

Ebrios (3)

Tambaleándose y sostenido en un hilo invisible a punto de cortarse, entró en el templo.
Sentado en la última banca escuchó el sermón.
 Entre la embriaguez y el razonamiento sacó un pañuelo y rompió en llanto, ese lamento típico de ebrio arrepentido al que nadie le cree.
Hasta que sucede lo inesperado.
El Espíritu Santo le da un toque y el hombre salta de su asiento glorificando a Dios sin una pizca de vacilación.
 Desde ese día Rigo  hizo un giro en 180 grados.
Abandonó el alcohol –se hizo “canuto” ríen los amigos-, se dedicó a la familia, compró una Biblia y se matriculó en unos cursos por Internet para entender lo que leía.
Fanático susurran en el trabajo.
 Te lavaron el cerebro, le dicen los más cercanos.
Él, como si escuchara llover.
Sabe que su vida es otra, que recuperó el respeto de su familia y su propia estima.
Sabe que su encuentro con Dios fue real e imborrable.


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 Andan diciendo algunos: “Todo me está permitido”. 
Sí, pero no todo es conveniente. 
Y, aunque todo me esté permitido, 
no debo dejar que nada me esclavice.


1 Corintios 6:12 (BLP)

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miércoles, 3 de junio de 2015

Ebrios (2)

“Para que se haga hombre”, dijo el padre y le extendió la copa.
Tenía no más de 6 años.
Sabido es que en Chile (no sé si en otros países) los progenitores dan una copa de vino a sus hijos pequeños con la fe primitiva que eso les preparará para la vida. Faltará el pan, los zapatos o la leche, pero ¿licor?, no, señor, eso no puede faltar.
Porque como decía el apóstol Pablo –aquí sacan la teología popular- “le recomendó a su hijo Timoteo que bebiera una copita para sus dolores". Y con todo desparpajo lanzan “¿ve que hasta la Biblia recomienda el vino?”.
Toda una filosofía.

Mi abuela murió cuando yo era pequeña.
Al mes fuimos a visitar su tumba, colocarle algunas flores y llorar su ausencia.
Mi tío Enrique –hombre de fácil sonrisa-, nos invitó a unas bebidas. Una copa de vino, para especificar. Una ronda para todos –y como dice nuestra Presidenta- para todas.
Incluyéndome.
A mis escasos 5 años bebí, no recuerdo cuánto. Solo recuerdo la curadera, el mareo rabioso, el deseo de seguir bebiendo y la posterior resaca. Un dolor de cabeza que no se lo doy a nadie, gracias a Dios nunca volví a sufrirlo. Porque, claro está, no me volví a curar. Con una vez basta y sobra.

¿Mi tío? Murió abstemio después de pasar las “mil y una” con un vicio del demonio. Nunca se casó (¿qué mujer se atrevería?), no tuvo ningún hijo y anduvo 30 años de su vida alcoholizado.
Cuando me cuentan las bondades del licor les comento “a otro perro con ese hueso

Como dice el rey aquel con tamaña sabiduría:


 “¿De quién son los lamentos? ¿De quién los pesares?
 ¿De quién son los pleitos? ¿De quién las quejas?
 ¿De quién son las heridas gratuitas? ¿De quién los ojos morados?
 ¡Del que no suelta la botella de vino ni deja de probar licores! 
No te fijes en lo rojo que es el vino, 
ni en cómo brilla en la copa, ni en la suavidad con que se desliza; 
porque acaba mordiendo como serpiente y envenenando como víbora. 
Tus ojos verán alucinaciones, 
y tu mente imaginará estupideces. "


(Proverbios  23: 29-32 NVI)




(fotografía gracias a mirófotografos)



lunes, 1 de junio de 2015

Ebrios (1).

 Me has hecho Tú,
 ¿y ha de pudrirse tu obra? 
Repárame, pues ya mi fin se acerca; 
quiero huir de la muerte, 
mas me encuentra, 
y todos mis placeres son pasado.
 John Donne.

Nadie quiso hacerse cargo.
La madre –cansada de soportar por años un marido alcohólico- le negó el asilo.
Los hermanos –frenados por cada esposa- sostenían que no estaban en situación de recibirlo, cada uno cargaba sus propios problemas.
Los hijos sufrían su presencia, siempre ebrio, siempre al borde de la violencia o de escándalos callejeros.
La esposa había interpuesto una demanda para obligarle a un tratamiento terapéutico.
El estado dilataba ad infinitum una hora médica.

Un  ebrio consuetudinario –muchos pululan por nuestras calles- es una especie en alza dentro de nuestra sociedad. Los muchachos (en estos tiempos también las chicas), inician su carrera en las bebidas espirituosas desde muy pequeños, sin que se den cuenta el vicio los atrapa con garras férreas, difíciles de romper. Prometen dejarlo, se internan en una clínica, lloran, se arrepienten, toda la gama de metodologías no resulta, una y otra vez vuelven a caer en el líquido elemento como si se dejaran caer en los brazos de una amiga amorosa.

H. ya estaba terminal. Su vida era una constante irrealidad. Fue internándose en la inconciencia, un viaje del que no fue capaz de regresar.
La muerte –amante de todo ser humano- abrió sus brazos y le dio lo que todos le negaron, aceptación y descanso. Lo amó con su cuerpo descompuesto y maloliente, no tuvo escrúpulos para abrazarlo y conducirlo por los caminos intrincados de una nueva existencia, tal vez mejor, solo Dios lo sabe.
Bien dijo el poeta “la muerte tiene una mirada para todos” (*)



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Su destino final es el sepulcro; 
la muerte los va llevando como guía el pastor a sus ovejas. 
En cuanto bajen a la tumba,
 abandonarán sus antiguos dominios. 


 Salmos 49: 14 (TLA)


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(*) César Pavese.


jueves, 28 de mayo de 2015

Pequeñas historias del Metro (5)

( Estación de Metro decorada con mosaicos, Puente Alto)

La vida a la salida del Metro bulle como bullía -guardando las proporciones- en los alrededores del estanque de Betesda.
Gente con hambre que busca –por el olor- algo de comida al paso.
Muchachos que salen de clases, ateridos pidiendo un café “bien calientito”.
Madres con niños comprando una sopaipilla con mostaza o padres que llevan alguna golosina a sus retoños que esperan en casa.
Todo es rápido, queremos llegar al calor del hogar pronto.

Entre esos vendedores está Anita. Ofrece alfajores –pequeños dulces de galletas rellenas con manjar-, para ayudar con algún dinero a su madre y hermana pequeña.
Es emprendedora la Anita. Poderosa en carácter y temperamento. No hay frío que la detenga, protestas callejeras o garúa en ciernes. Verano, invierno, cada mañana, parece que la hubieran plantado en la vereda.
En su mano una caja primorosamente decorada exhibe su mercadería y la sonrisa ¡esa sí que es sonrisa!

Converso a veces con ella. Es un deleite su lenguaje, poco habitual en personas que se dedican a vender en la calle. Me cuenta que está terminando la carrera para ejercer de parvularia. Estudia por las noches. Pronto podrá dejar el negocio, tal vez en un año y dedicarse a la docencia, que claro, no es tan bien remunerada pero es más estable, con un contrato y buen horario. 
Me cuenta de su madre que elabora los dulces, según ella “tiene mano de monja”.
Cada vez que bajo del Metro paso a desearle bendiciones.


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 Entonces llegué a la conclusión 
de que no hay nada mejor que disfrutar de la comida y la bebida, 
y encontrar satisfacción en el trabajo.
 Luego me di cuenta de que esos placeres 
provienen de la mano de Dios.

Eclesiastés 2:24 (NTV) 


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martes, 26 de mayo de 2015

Pequeñas historias del Metro (4)

Apresurado vuelve del trabajo.
En casa esperan una mujer, cuatro niños, un perro chihuahua y un pequeño jardín.
-¡Papá!, gritan al unísono cada vez que aparece en la puerta ¿qué nos trajiste? Suficiente con un caramelo o unas galletas compradas a la salida de la estación donde bullen vendedores de toda clase voceando la más amplia variedad de golosinas.

Aquel atardecer la línea 1 del Metro había sido tomada por activistas y tendrían que esperar unos minutos, tal vez horas, nada se sabe. Los altavoces indican cada cierto tiempo llamando a la paciencia, que ya se arreglará la falla. Los pasajeros pierden la parsimonia habitual rompen el silencio, primero en voz baja, luego en un tono más alto, alguien escucha la radio en su celular y les trasmite las noticias. Unos muchachos han atentado contra un negocio contiguo al Metro, hay muertos. 
La incertidumbre castiga los cuerpos, la mente, los pensamientos se atropellan, los nervios empiezan a surgir en actitudes peligrosas, alguien llora, otro se tira el cabello, todos se agitan, se mueven dentro del mínimo espacio.

Cuando llega a casa –casi a medianoche- los niños se habían dormido, la esposa le sirve una sopa caliente, la televisión multiplica la noticia, el bombazo en una de las estaciones ha dejado dos muertos y ocho lesionados. Se sienta a tomar la sopa  y por primera vez en sus 29 años siente que la vida es frágil, inclina la cabeza y da gracias a Dios.

Inestabilidad social.



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Somos tan solo sombras que se mueven
    y todo nuestro ajetreo diario termina en la nada.
 
Amontonamos riquezas sin saber quién las gastará.  
  Entonces, Señor, 
¿dónde pongo mi esperanza?
 Mi única esperanza está en ti.

Salmos  39:6-7 (NTV)

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Fotografía del Metro Santiago-Chile, de fondo la Cordillera de los Andes.



sábado, 16 de mayo de 2015

Pequeñas historias del Metro (2)

 
¿Cómo puedo vivir sin tu amor?
¿Cómo sigo respirando si me has abandonado? 
Regreso del cementerio y los que me rodean lo ignoran.
No saben que mientras más repleto va el Metro, más solo me siento.
¿Habrá entre todas estas personas un alma caritativa que me escuche? Cada uno va conectado a su música, su radio, su lectura, su mundo.
Todos se aprietan entre sí como buscando disminuir la soledad, pero son solo cuerpos que sudan y comparten un minuto trivial. Nadie sabe nada de nadie, solo el roce al que se han adaptado les advierte la presencia de los otros.
La soledad del que ha perdido la mujer amada.



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 Es mejor ser dos que uno, 
porque ambos pueden ayudarse mutuamente a lograr el éxito. 
Si uno cae, el otro puede darle la mano y ayudarle; 
pero el que cae y está solo, ese sí que está en problemas.

Eclesiastés 4:9-10 (NTV)

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(Fotografía del Metro, Santiago, Chile)

Pequeñas historias del Metro (1).


Estaban predestinados.
Respiraban el mismo aire contaminado de Santiago.
Habían nacido con un par de días de diferencia.
A ambos les gustaba el color verde, cantar al son de un piano en cualquier templo, la Cordillera de los Andes y el Pacífico eran sus paseos favoritos.
Ella reciclaba, él pertenecía a la brigada para salvar animales.

Un día se cruzaron en el Metro, ella iba de ida a su hogar, el corría a su turno de trabajo.
Se miraron, ambos sabían que mucho les unía.
Ella miró hacia la ventana, él descendió del carro cuando las puertas se abrieron.
Nunca volvieron a encontrarse.
Líneas paralelas.



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 En él asimismo participamos de la herencia, 
pues fuimos predestinados conforme a los planes 
del que todo lo hace según el designio de su voluntad...


Efesios 1:11


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(Fotografía del Metro de Santiago, Chile)

martes, 12 de mayo de 2015

Doctores en vía de extinción.


 (Radiografía de una flor: Nick Veasey)


Cuando se abrió la puerta de la consulta lo vi parado detrás de su escritorio con el brazo extendido hacia mi, la mano abierta como deteniendo el aire. Con voz fuerte exclamó: “No me digas nada, con solo mirarte sé lo que tienes”.

Después de ese exabrupto me quedé paralizada (yo era muy joven e impresionable). No sabía si estaba frente a un doctor o un charlatán.
El Doctor Loco, le decían.
Atendía en forma particular, solamente $ 500.- (más o menos 1 dólar) la consulta.
Obviamente la sala de espera se repletaba desde la mañana a la noche, las personas aguardaban con santa paciencia largas horas, porque "la buena fama es mejor que  el buen perfume" se extiende ni se sospecha hasta dónde. Parecía que todo el Chile enfermo se había citado en aquel lugar.

¿Un dolor de barriga?
¿Fiebre?
¿Síntomas raros?
¿Dolores de cabeza?
No había enfermedad para la que no tuviera una receta.
Nada de  muestras de sangre.
Ni  ecotomografía.
O  examen de orina.
Simplemente su ojo inquisitivo, un aparato de rayos X donde observaba con detención y ese tono de seguridad que da la experiencia. Después de atender 50 enfermos diariamente durante varios años, conocía al ser humano al revés y al derecho.
La gente sanaba.
Algunas malas lenguas decían que muchos sanaban porque "le tienen fe". 
¿Y acaso no se necesita fe para vivir?, más aún si tienes alguna debilidad, un pila de achaques o un diagnóstico terminal.  
"La fe es  la confianza de que en verdad sucederá lo que esperamos; es lo que nos da la certeza de las cosas que no podemos ver." (Hebreos 11:1 NTV)
 
Mi abuela contaba que el médico antiguo tenía un mamotreto con el historial de todo el pueblo, atendía nacimientos, defunciones, accidentes y un cuantuay de problemas, hasta confidencias sentimentales de alguno que padecía "el mal de amor" (decían). Las personas  veneraban aquellos seres serviciales y compasivos.

Con el advenimiento de la educación superior, los inmigrantes y aparatos sofisticados, el médico de pueblo ha desaparecido.
Hoy se va a una clínica donde hay “especialidades”,  un galeno moderno no te da ni una simple receta para el resfrío si no tiene una cantidad considerable de exámenes. Queda una peor de lo que estaba -digo- por la fortuna que se gasta.
Con justa razón nos llaman “pacientes”.

He rogado a Dios que mi paso por esos lugares –si es absolutamente necesario- sea breve.