La nobleza no es un bien que se dé con profusión por estos días en el mundo tan competitivo que nos ha tocado vivir. Pareciera que lo más importante es ganar, el éxito y el buen nombre que, por cierto no tienen nada de censurable o trivial.
Solo que en el loco afán de la vida, se olvida que la nobleza de ciertos actos está por sobre el triunfo, la riqueza o la amistad que se pueda desarrollar con los semejantes, más aún en círculos cristianos donde se estimula el afecto, las sanas relaciones y las palabras amables.
La elección estaba empatada. Nadie quería cambiar de opinión, voto secreto da para sostener a ultranza posiciones invariables que en el momento parecen razonables y que solo el tiempo se encarga de dilucidar.
Votación uno- dos- tres. Empate. Votación cuatro, empate. Receso.
Ambos candidatos valen, no hay dudas al respecto. Ambos saben de estas circunstancias.
¿Qué hacer? pregunta la asamblea.
Como en pretéritos tiempos, Dios ha dejado en manos de los hombres la elección. Una vez más.
De pronto, en la incertidumbre, uno de los candidatos alza su mano y pronuncia en medio de la sala silenciosa “yo bajo mi nombre”.
Yo renuncio.
Renuncio a mi derecho.
Algunos protestan, otros dicen que es una decisión salomónica.
Todos olvidarán –la vida es una ráfaga de sucesos vertiginosos- este día, este certamen, los resultados se diluirán en el tiempo. Pocos recordarán quién ganó o por cuántos votos.
Lo que jamás olvidarán es esa mano alzada en medio de la congregación diciendo, yo renuncio a mi derecho en bien del hermano, los hago libres de tomar otro camino, libero sus conciencias de cualquier peso, me retiro voluntariamente.
¿Hay un sermón mejor que ese?
Ya se quisiera cualquier predicador parecerse a Cristo en un solo acto. Porque la renuncia es la acción más noble que le podemos brindar a aquellos que amamos.
Una mano alzada que muestra “un camino más excelente”.
Ese es el mejor sermón que he escuchado –lejos- en este tiempo de Dios.
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