lunes, 11 de julio de 2016

Zorzal, amigo ausente.

Ahora que ya no está.
Ahora que se ha ido.
Ahora que he aprendido a aceptar la ausencia y el paso de los años.
Tal vez…, solo tal vez pueda escribir sin nostalgia, más bien con gratitud.
Una amiga me pide que cuente su historia, la nuestra.

Era el verano más bochornoso de los últimos años.
Varios pichones cayeron de las palmeras, algunos terminaron entre los dientes de los gatos, otros intentaron emprender el vuelo sobre árboles más pequeños.
Un grito destemplado se escuchó en todo el jardín.
Era una pequeña cría de zorzal que alborotaba en el techo, quizás los padres lo empujaron a volar y en el intento se quebró una pata.
Aterrorizado apenas dejó que lo tomara.
Un poco de agua, palabras de calma y manos seguras, poco a poco dejo de gritar.

¿Qué comen los zorzales?
Google en eso es un maestro. Comió y bebió como si hubiera estado en ayunas por semanas.
Con el paso de los días el pichón me adoptó como su proveedora, su sirvienta incondicional.
Si no despertaba temprano me picoteaba la mano.
Si no le daba comida a ciertas horas, vociferaba hasta que lograba su objetivo.
No aceptó una jaula, deambulaba por toda la casa, desafiando cualquier peligro.
Por primera vez supe lo que es tener un jefe que controle el tiempo, a dónde vas y cuándo vas a volver.
A medida que crecía también aumentaban sus exigencias.

¿Amarán las aves?
¿Tendrán sentimientos parecidos a los humanos?
Fue el verano más atareado, cuidando esa vida frágil y expuesta a la voracidad de otras especies.
Cuando nos fuimos de vacaciones, se sentó en el vehículo como si fuera suyo, llegamos a la casa en la playa y adoptó el espacio como propio.
Quería estar siempre cerca, se dormía en el escritorio cuando trabajaba o en mi falda cuando me sentaba a mirar televisión. La tele era su pasatiempo favorito.

Aprendió pronto a volar y empezamos a sacarlo al jardín.
Mientras yo leía él picoteaba el pasto o se instalaba en mi hombro.
Con su canto característico de zorzal animaba cualquier espacio.
Un día voló hacia el limonero.
Otro hacia el naranjo.
Sus exploraciones eran cada vez con giros más amplios y seguros.
Su pata estaba sana y sus alas fuertes.
Al final del verano hizo un vuelo más alto, más allá del jardín y no volvió.
Le puse en el patio su comida favorita, una amplia fuente con agua, no volví a verlo.



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 Y Dios creó los grandes monstruos marinos 
y todo ser viviente que se mueve, 
de los cuales, según su especie, están llenas las aguas, 
y toda ave según su especie. 
Y Dios vio que era bueno.  
Dios los bendijo, diciendo: 
“Sean fecundos y multiplíquense, 
y llenen las aguas en los mares, 
y multiplíquense las aves en la tierra.”

Génesis 1:21-22


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Escribo esta historia para Matilda, con cariño.




2 comentarios:

Fernando dijo...

Es una historia bien bonita, Ojo Humano. Es como haber tenido un hijo: lo cuidaste, con el temor a que un día ya no le hicieras falta y se fuera.

Es curioso que llegara a reconocerte. Se supone que sólo los animales grandes (perros, gatos, caballos) son capaces de eso. Es bien curioso que también un pájaro estableciera esa relación contigo.

Estoy seguro que Dios te premiara por ese verano inolvidable. El Evangelio no dice nada de eso -por lo que yo sé-, pero los animales también son creación suya, seguro que le agrada que les cuidemos.

Y queda abierta la duda: ¿qué habría pasado si no hubiera volado? ¿Hubiera seguido contigo hasta morir de viejo, como un perro fiel?

ojo humano dijo...

Siempre tuve la sensación que se iría.
Solo que no sabía que las aves tienen sentimientos...de aves, pero se relacionan bien con los humanos.
La vida es así, perdemos lo que amamos como una forma de crecer como personas.
Vendrán otras aves, otros amores.
Recién me regalaron un cachorro Shar Pei, otra historia.