«A lo largo de los siglos y de las latitudes
cambian los nombres,
los dialectos,
las caras,
pero no los eternos antagonistas».
(Jorge Luis Borges)
Fotos que en algún lugar (también invisible) se guardan como un gran archivo.
Momentos de gloria, éxtasis, triunfos, traiciones, derrotas y sangre.
Como toda historia, recreada ad infinitum.
Como un Aleph personal, incursiono en páginas antiguas.
Ayer murió el papá de una amiga.
También él estudió en su día la Historia de la Iglesia cristiana, la que ha sobrevivido a todos los acontecimientos y está incólume hasta hoy.
Porque si alguien es la esperanza del ser humano, esa es la Iglesia de Jesucristo, la que se mueve día a día en las calles, la que ayuda al pobre, la que funda ONG, la que presta, la que da de comer, la que publica las bondades de un Dios bueno, la que rescata del infierno que –por cierto- algunos teólogos niegan, aunque eso es cuestión de interpretaciones. La que sana. La compasiva. La que canta.
La Iglesia de todos los tiempos.
La historia de la iglesia está llena de rostros tallados en piedra o metal, inmunes al paso de los años.
Ahí está Constantino en York.
Y Lutero en Hanover.
Canut de Bon en la sureña ciudad de Coronel.
Y los olvidados de la “tierra y el cielo” en nuestro cerro Santa Lucía.
La historia fueron ellos y somos nosotros, no sé cuál es cuál o quién es quién.
En las noches sueño con países ancestrales, paisajes que jamás he visto, tierras nunca visitadas.
La historia de la Iglesia nos define, nos supera, nos liberta, nos dignifica y -por cierto- coloca en nuestro corazón la eternidad.
Nada mal para un mundo con tan poquita fe ¿verdad?
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Y perseverando unánimes cada día en el templo,
y partiendo el pan en las casas,
comían juntos con alegría y sencillez de corazón,
alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo.
Y el Señor añadía cada día a la iglesia
los que habían de ser salvos.
Hechos 2:46-47
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(Pintura gracia de: Iris Scott)