Loca no está.
Descuidada sin duda, viviendo al alero de un árbol o en el escaño de una placita al interior de una villa, evitando el ojo municipal que de seguro se la llevaría a un asilo, o peor aún, al siquiátrico. Ha elegido la libertad de las calles, se lava en algún grifo o con la manguera de los jardineros, camina en busca de comida en las ferias de la comuna y ora.
Sí, ella ora.
Mística e inestable, sus padres -ancianos- se rindieron a la evidencia que Eli prefiere la vida andante a su casa cerca de la playa.
Racionalmente se evalúa a las personas por su cordura ¿quién puede asegurar que Dios no la oye? ¿Quién puede medir la clase de fe que las personas tienen dentro? ¿No son estos seres más creyentes que cualquiera que se llame religioso?
Eli ruega por su hermana.
-Mi hermana es maniática de su riqueza, dedicación al trabajo y a sus compromisos sociales -me explica-, no tiene tiempo para compartir con sus hijas o con su marido. Yo no quiero esa vida de apariencia, concluye. Mucho de su discurso es atinado y cuerdo.
Observo las nubes, la llegada pronta del invierno y le pregunto cómo se las arreglará con las lluvias, el frío y la nieve que a veces cae sobre Santiago con sus menos cero grados.
Con una sonrisa responde, ya tengo una provisión. Dios me ha dado una habitación donde pasar los días helados.
La miro alejarse a pasos cortos, su mochila llena de cosas propias de una mujer, su sombrero de mezclilla puesto de lado y unos enormes lentes de sol. Se da media vuelta y me hace un gesto con la mano, "hay que orar", me grita desde lejos.
Decididamente no es un mensaje subliminal ¿verdad?
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Dar algo al pobre es dárselo al Señor;
el Señor sabe pagar el bien que se hace.
Proverbios 19:17
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