Tal vez.
No, empecé mal.
No es tal vez.
Debo decir, perdón.
Pido perdón a Dios.
He pasado por una vereda durante muchas ocasiones, una vereda donde se junta mucha gente cada jueves.
La vereda de la cárcel de Santiago.
Y he pasado por esa vereda sin mirar a las personas, sin pensar en sus necesidades, sin siquiera darles la oportunidad de ser oídos.
Hasta hoy.
Llego temprano –siempre hay mucha gente-, investigo qué se debe hacer para ingresar. Me horroriza el trato, la indiferencia, la vejación de las mujeres cuando son revisadas, las exigencias. Solo para lograr ver al hijo, al padre, al hermano que, por esas desgracias de la vida –a veces te encuentras en el lugar y la hora equivocados-, caídas o flagrantes delitos, están recluidos un año, dos, diez.
Acompaño a mi amiga F.a ver su padre.
Cuando salgo del lugar después de tres horas de espera a pleno sol y apenas media de visita, ruego, tal vez en forma muy egoísta, que ninguno de mis amigos, familiares o hermanos venga a dar a este lugar.
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El Espíritu del Señor omnipotente está sobre mí,
por cuanto me ha ungido
para anunciar buenas nuevas a los pobres.
Me ha enviado a sanar los corazones heridos,
a proclamar liberación a los cautivos
y libertad a los prisioneros,
a pregonar el año del favor del Señor
para anunciar buenas nuevas a los pobres.
Me ha enviado a sanar los corazones heridos,
a proclamar liberación a los cautivos
y libertad a los prisioneros,
a pregonar el año del favor del Señor
Isaías 61:1
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