Me alegran los regalos.
¿No es maravilloso que alguien pensara en ti, dispusiera un dinero, saliera a comprar y dejara los pies en la calle para sorprenderte con algo?
Algo.
Cualquier cosa.
Un regalo es lo más subjetivo que hay, a una persona le parece precioso “ah, esto le gustará” y el receptor piensa que es lo más kitsch que ha visto.
Diciembre es uno de los pocos meses donde pensamos en los otros.
¿Qué le gustará a…?
¿Qué cara va a poner cuando…?
¿Será de su talla?
¿Le agradará el color?
¿Le servirá para algo?
Muchas preguntas, todas pensando en el regalo ideal para los que amamos.
A veces damos justo en el clavo. Otras no tanto. Pero el esfuerzo se hace.
Recorro las calles y observo cientos de personas con cara de agotamiento buscando el mejor obsequio al mejor precio, que alcance para todos, que todos reciban, en especial los niños.
Algunos dicen que estas cosas son “puro consumismo”.
Pero no puedes negar que te alegra recibir un presente imprevisto ¿no?
Que levante la mano el que NO le gusta recibir un obsequio –como dice algún predicador con osadía-; porque no faltará alguno que le eche a perder la ilustración.
Pues a mí, me gusta que me regalen. Y también regalar.
El regalo que más me gusta y me dura todo el año (y siempre) es el que me dio mi Padre, el mejor del mundo, lo máximo: Jesús.
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¡Gracias a Dios por el don de Jesucristo,
que no hay palabras que puedan describirlo!
2 Corintios 9:15 (Castilian)
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