miércoles, 1 de septiembre de 2010

El Silencioso.

Vivía cerca de nuestra casa. A veces  lo veía en el bus a esa hora de la tarde cuando todos regresan rendidos de la larga jornada. Él se bajaba en el bar, distante a unas cinco cuadras de su hogar, bebía con sus amigos un trago, conversaba, tal vez para darse ánimo, las cosas no iban bien con su mujer, es lo que después se supo.

Una de esas tardes no volvió. Lo encontraron flotando en las aguas profundas del canal El Silencioso, le llaman así, dijo un funcionario, “porque su profundidad es como la boca de la muerte, todo el que cae aquí no sale vivo”.
Lo hallaron enredado en una de las compuertas, más blanco que una hoja de papel para imprimir. Totalmente lívido y sin muestras de violencia, como si las aguas hubiesen limpiado su cuerpo de toda culpa o sufrimiento.
¿Qué hacía Don Carlos paseando a altas horas de la noche por ese territorio peligroso y mortal?

¿Iba solo?
¿Cayo, resbaló o alguien lo empujó?
Un misterio. La investigación no dio claros resultados y el forense anotó como “caída accidental” cuando le entregó a la familia las conclusiones finales.

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Porque yo no quiero la muerte del que muere,
dice Dios, el Señor.
¡Cambia de manera de pensar, pues, y vivirás!

(Ezequiel 33:11)

***
Aunque a algunos les parezca tardanza,
el Señor no va a demorar el cumplimiento de su promesa;
sólo que él, por evitar que alguno se pierda,
está alargando pacientemente el plazo
para darle a todo pecador ocasión de arrepentirse.

(2 Pedro 3:9)

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