¿Cómo se escribirá en los libros eternos lo que hacemos o dejamos de hacer?
Enrique paseaba por el barrio con su agraciada figura, alto, delgado, rubio, hermoso y callado. Su mayor placer era arreglar una antigua bicicleta Oxford que había heredado de una tía lejana. Sin esposa, su vida transcurría quieta y uniforme. Nunca tuvo hijos (nació “nuco” (eunuco) decía su hermana), sin embargo los niños del barrio lo amaban. Sentado en la plazuela del centro comercial ayudaba a poner hilo a los volantines, secaba lágrimas de los más pequeños, cargaba los bebés como si fuesen vidrio a punto de quebrarse, jugaba al trompo y era invencible para la “hachita y cuarta”.
Cargaba los paquetes de alguna vecina anciana y cuidaba con esmero los jardines cuando alguien salía de vacaciones. A veces le llegaba algún gesto de gratitud en un pan amasado o algún dulce de leche, ambos su debilidad.
El día de su funeral llovía tenuemente sobre Santiago. No hubo mucha concurrencia al contrario de lo que sucede con las grandes figuras. Jamás predicó un sermón, ni siquiera sabía las 4 leyes espirituales, menos se le hubiese ocurrido tocar en el coro de su iglesia, apenas recuerdo el tono de su voz.
No dejó ninguna herencia fastuosa de su paso por este mundo.
Solo actos pequeños, como millones de seres que viven creando para otros momentos de felicidad.
Creo que el tío Enrique pasará con honores la evaluación final.
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“nadie puede poner un fundamento diferente del que ya está puesto,
que es Jesucristo.
Si alguien construye sobre este fundamento,
ya sea con oro,
plata
y piedras preciosas,
o con madera,
heno
y paja,
su obra se mostrará tal cual es…
El fuego la dará a conocer
y pondrá a prueba la calidad del trabajo de cada uno."
(1 Corintios 3:12-13 NVI)
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