He estado en distintos momentos finales de personas queridas y no todas tienen la misma disposición para lo inevitable.
Cuando visitamos una madre nos dijo: -Si hay alguien con fe, por favor ore por mí; no deseo dejar solos a mis hijos pequeños.
Una anciana se rindió con un largo suspiro. Un hombre se confesó y tuvo palabras de arrepentimiento.
Si leemos algunas biografías podremos observar casos tan distintos. Personas que mueren despotricando contra todo y otros agradeciendo a Dios, rodeados de su familia.
¿Qué hace la diferencia?
Mi sencilla opinión es que necesitamos saber de antemano nuestra mortalidad y aceptarla.
El sabio escribió: “Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada ni esperan nada, pues su memoria cae en el olvido.” (Eclesiastés 9:5 NVI) Comprender la realidad nos ayudará a apreciar cada amanecer en toda su dimensión.
Por estos días los medios nos dan enormes cifras de personas que han fallecido por el covid-19, sin contar accidentes u otras patologías. Es como una competición tácita de cada país, una vergonzante mercadería noticiosa, quién presenta las más cuantiosas estadísticas.
Cada número es una vida, una familia, madres que dejan hijos huérfanos, abuelos que son privados de ver sus nietos crecer, padres, tíos, hijos que rompen el corazón de sus progenitores; no son solo cifras, por favor.
Vivir es nuestro motivo principal.
Pensamos que morir es para otros, así como lo presentan las noticias, solo una cifra que va en aumento. Hasta que una llamada nos despierta, mi amigo A. ha dado positivo en covid-19. Nos estremecemos como si el Heridor de Egipto tocara la puerta.
No se nos enseña a bien morir.