Era mi segunda biblioteca. La prohibida.
Heredé de un amigo algunos lujosos volúmenes de Lenin,
Trosky, Marx y toda una gama de
filósofos que exhibía sin mayores cuidados (tú sabes, "quien nada hace nada teme"), solo limpiarlos cada cierto tiempo y
disfrutar del lujo que nunca logré tener después de aquellos. Un día vino a
casa una amiga de confianza y ante mis ojos estupefactos quemó uno a uno en el
patio parte de aquel legado. Eso fue todo un huracán.
¿Estás loca?, me regañó furiosa ¿quieres que te maten?,
por menos se han llevado a gente detenida. Lloré, vaya sí lloré sobre las
cenizas que se esparcían por el patio. No porque comulgara con los autores (más
bien mi comunión es con los evangelios), sino simplemente porque no puedo ver
un libro destruido, sea de la índole que sea.
Para mi tranquilidad, Benjamín –el que los dejó-, nunca volvió de Europa. Supongo que por allá
sigue coleccionando libros de lujosa empastadura (o tal vez ha derivado a otras
filosofías, como algunos que han regresado a Chile).
Aún conservo un par de volúmenes, inocentes, claro está. Toda
la poesía de Neruda, Enrique Linh, la
Obra Gruesa de don Nicanor y las obras completas de Borges. Por cierto, jamás
allanaron mi casa, tal vez porque era evangélica o, lo más seguro es que Dios
en su gracia me guardó.
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