No sabía bien lo que deseaba, una epifanía, una revelación, una palabra que la guiara en ese futuro hipotético y crucial, algo extraordinario y definitivo.
Era invisible a todo profeta.
Nadie tocó su hombro, no sintió ese estremecimiento –sus amigas se lo describían- ni vio el cielo abierto con una luz cegadora que, a la manera de Moisés, le dejara el rostro resplandeciente. O como Jacob soñando una escalera al cielo.
Se dedicó a trabajos viles buscando la aprobación del Santo. Hurgó en sus recónditos pensamientos una brizna de maldad. Lloró en tiempos oscuros de oración, saboreó la hiel de la soledad.
Años de opaco servicio templaron el carácter, le dieron certezas, aprendió a juntar pequeñas alegrías. Se hizo amiga de gente común, supo que la vida es un conjunto de esto y lo otro, que nada sucede por casualidad, tuvo esa rara lucidez de saber que su camino era el adecuado.
Cuando murió vio dos ángeles que venían a buscarla.
Esa fue mi abuela.
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Su patrón le dijo: “¡Muy bien hecho!
Eres un buen siervo y digno de
confianza.
Como fuiste fiel con poca cantidad,
te pondré a cargo de
mucho.
Ven y alégrate con tu patrón”.
Palabras de Jesús en Mateo 25:21 (PDT)
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