Hijo mimado de su madre, no procreó ni un hijo.
Nunca leyó un libro, no escribió una mínima carta, claro está, no sabía leer ni escribir. Cuando necesitó firmar un documento la huella de su pulgar era suficiente.
No plantó un árbol, no postuló a casa propia o contrajo matrimonio en algún momento de enamoramiento como le sucede a la mayoría de los seres de este planeta. Mi tío era absolutamente célibe. Un sujeto inocente, extraño y difícil de comprender, no por la profundidad de su pensamiento sino más bien por su simpleza para vivir.
Si piensas que era disminuido, no lo era. Atinaba como cualquier chileno normal, sabía conducir una bicicleta –eso prueba que tenía buen equilibrio-, aprendió a ordeñar una vaca, a cortar el césped del jardín y a dar comida a los animales con metódica cotidianeidad.
Cuando murió no dejó ninguna herencia. Unos billetes que había ahorrado debajo de su cama (parece divertido pero así fue, lo prometo), sirvieron para comprar su sepultura. Madre dijo que ni en eso había sido una molestia.
A su funeral asistimos los pocos de la familia. Muy pocos, contados con los dedos de una mano.
Cualquiera podría considerar que su existencia no tuvo sentido, una vida incompleta.
Pero cuando esos ojos celeste cielo me miraban yo sentía que un ángel de Dios vivía entre nosotros.
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¿Quién sabe qué es lo mejor
para una persona durante su corta vida en la
tierra?
Su vida pasa como una sombra
y nadie puede decirle lo que
sucederá bajo el sol después.
Eclesiastés 6:12 (PDT)
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