Un hombre anciano se acerca a la caja.
Espera algo.
Es pequeño, usa camisa abotonada a pesar del calor, el pelo con gomina, formal y sobrio. De pronto alza la voz venciendo la timidez, resuena el espacio aséptico y silencioso: “he hecho fila por años, a mi edad ya es difícil esperar media hora, señor…“ (se dirige al cajero)
El hombre de la caja lo mira con cierta indiferencia, “tiene que esperar”, le dice ásperamente.
El anciano vuelve a protestar, alguien de la fila le cede el lugar, todos nos sentimos incómodos, la humillación ajena es casi tan dolorosa como la propia.
Alguien de la fila también levanta su voz, apoyando.
Antes que se arme un enredo y aparezca el jefe, el cajero llama al anciano, cuenta uno a uno los billetes, lentamente, como si atendiera a un niño. A estas alturas, con el dinero en sus manos, el anciano recupera la ecuanimidad, se retira dando gracias tímidamente.
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El humilde se alegrará de nuevo en el SEÑOR
y los necesitados encontrarán felicidad en el Santo.
El dictador dejará de existir,
el arrogante no permanecerá…
Isaías 29:19
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